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Protesta contra la bandera española en Zaragoza, 2008

Hace veinte años, cuando me incorporé a la participación política, el debate sobre la crisis de los Estados-nación estaba en auge. Era un momento en el que la Unión Europea auspiciaba fenómenos como el neorregionalismo, con toda esa pléyade de comités de regiones y ciudades, los meso-espacios, la percepción de tener menos Estado, o de que se gestiona mejor desde la cercanía. Parecía un horizonte claro y sin vuelta a atrás. Había que aligerar competencias hacia los escalones inferiores. Aquí cabía todo, desde los fondos de desarrollo rural hasta panaceas autodeterminísticas. Aragón pululaba en medio de todo esto, en una época de vino y rosas para el aragonesismo político-cultural. El PNV y CiU cerraban filas, cada uno en su estilo. Todo era posible.

Mayo de 2017. El mundo al revés. Más crisis, porque esto lo llevamos labrando desde finales de los setenta. Y más Estado. Los experimentos, con gaseosa. Atacar a lo cercano. Todo por el déficit. Y a centralizar. Por toda la Unión Europea. Como es época de rupturas, ya hemos tenido un referéndum (el escocés). El catalán, se está fraguando. Y los vascos van reorganizando su escenario post-ETA. Lo que no cambia es Aragón, sigue en medio, absorto a todo, y zarandeado por unos y otros. El aragonesismo del vino, ya pachucho. Unos en el gobierno, suspirando por tonterías. Y otros esperando, madurando el pedaleo, porque todo llega.

¿O no? El futuro es incierto. Pero la certeza de que no regalarán nada, debe hacernos más fuertes y pensar que debemos seguir caminando, colectivamente, para liberarnos de esos vaivenes, que son cíclicos. Y cada momento, tiene sus sinergias.